Olvido

5 febrero, 2018 § 2 comentarios

Hace días me encontré con Roberto en el bar y no tengo ni idea de porqué ahora que me estoy vistiendo para ir a jurar mi nuevo cargo, recuerdo ese encuentro. Debe ser por lo reciente. Por la alegría de hoy. Porque, en otros tiempos, seguramente lo habría llamado para que me acompañara hoy, como nos acompañábamos cuando chamos en las cosas importantes. Bueno, en las pendejadas también.

Tenía muchos años sin verlo. De hecho, me costó reconocerlo. Apenas un brillo en los ojos me sirvió como prueba de que se trataba del mismo Roberto de mi adolescencia y juventud.

Él me reconoció de inmediato. Me asombró que en la oscuridad y bullicio del bar y con algunos tragos en el buche, él me reconociera al no más verme.

A pesar de la calva que reflejaba los focos rojos y azules. A pesar de las canas que cubren mis orejas. A pesar del abdomen pronunciado y las manchas y lunares en mi piel. Roberto al verme se me acercó y me llamó por mi nombre:

«¡José Alfredo, cuánto tiempo!», gritó con una sonrisa en los labios y se abalanzó sobre mí en un cálido y apretado abrazo. De inmediato recordé aquellos abrazos que nos dábamos todos los días al encontrarnos y despedirnos. Me abrazó como si no hubiese pasado el tiempo y él no se hubiera casado con Rosana y yo con Alicia. Como si siguiéramos solteros y el día anterior hubiésemos amanecido juntos en algún bar de putas de Cuatro Piedras.

Brindamos por los viejos tiempos. Me contó que sigue con Rosana, tuvieron tres hijos y ahora tienen tres nietos.
—Son una maravilla, José Alfredo, si tener hijos me llenó de dicha, ser abuelo me hizo crecer como ser humano. Los nietos son la prueba de que la vida sigue, que seguirá aún mucho tiempo después de que seamos polvo en el polvo. ¿Y tú y Alicia? ¿Ya son abuelos?

Sin saber por qué, la pregunta me avergonzó. Bajé la mirada hacia el trago, bebí un poco de güisqui sin tener ganas, y tratando de aparentar indiferencia, respondí:

—Con Alicia las cosas no fueron bien. Al final, llegó un momento en que no nos soportábamos uno a otro y, después de once años, nos divorciamos. No tuvimos hijos. A lo mejor eso fue lo que nos hizo falta…

Roberto me miró como estudiando mi rostro. Como buscando algo en mis ojos.

—¿Y estás solo? ¿O te volviste a casar?
—Después de varios intentos fallidos de parejas, hace cuatro años, me volví a casar. Conocí en el trabajo a una pasante que se me fue metiendo sin darme cuenta en el corazón y en la cama. Cuando me percaté, le estaba proponiendo boda y ya llevamos cuatro años de matrimonio. Ven el sábado a cenar con Rosana para que la conozcas. Me encantará volver a ver a Rosana.

No sé por qué hice la invitación. Supongo que fueron los güisquis, o la nostalgia por los viejos tiempos cuando salíamos juntos todos los fines de semana. Lo cierto es que ya no tenía manera de echarme atrás y Roberto gustoso aceptó la invitación.

Bettina estaba emocionada por conocer a Roberto. A mi amigo del alma, mi hermano. Le he hablado mucho de él y de nuestras correrías juntos. De las veces que nos metíamos en los velorios de madrugada para que nos regalaran un tacita de consomé y un poco de café que nos ayudara a calentar el cuerpo luego de toda la noche de bares y mujeres de la buena mala vida.

—Ah, sí. Cómo gozábamos después contándole a los amigos como hasta llorábamos junto al muerto como si lo conociéramos de toda la vida y los deudos terminaban dándonos palmaditas en la espalda para consolarnos y llevándonos a la cocina para que nos dieran el consomé y el café.

Roberto, Rosana y Bettina no paraban de reír con mi cuento.

—Un día, en uno de esos velorios, de pronto apareció un tipo con una cámara fotográfica. El carajo era hermano del difunto y quería dejar registro del triste momento. Estaba más borracho que Roberto y yo. No me pregunten cómo, pero de pronto, estábamos este carajo y yo, uno a cada lado del muerto, sosteniéndolo sentado en el ataúd y posando con cara de circunstancia para la foto.

Bettina se horrorizó con el cuento. Se hacía cruces y decía que eso hasta pecado debía ser. Roberto la miraba divertido.

—Esa misma cara puso mi hija Elisa cuando le eché ese cuento, Bettina. Dejó de hablarme por dos días por la falta de respeto con los difuntos. Es que Elisa debe ser más o menos de tu misma edad…

Cuando Roberto hizo el comentario, hubo un imperceptible segundo de incómodo silencio. En efecto, Bettina podría ser mi hija. Muchas veces en el supermercado o en otros sitios nos pasa que los dependientes me hablan de mi hija o a Betina de su papá.

Roberto, sin hacer referencia a la indiscreción, comenzó a contar de una vez en que salimos de una fiesta de madrugada, más prendidos que chicote de bruja y nos robamos un carro para no caminar el montón de cuadras que faltaban para llegar a la casa.

—Eso sí, al día siguiente fuimos al sitio donde habían estacionado el carro y por debajo de la puerta dejamos una nota diciendo donde lo podían recuperar. Después, de eso, se hizo costumbre. Todos los fines de semana nos llevábamos ese carro y al día siguiente veíamos como llegaba el bonachón del dueño a buscarlo frente a la plaza donde lo dejábamos.

Nos comimos el risotto con calamares que preparó Bettina. Un torta de queso que es su especialidad y nos tomamos una botella de vino blanco.

La velada resultaba más que divertida. Roberto y yo gozábamos recordando las travesuras de juventud. Fueron tantos años los que pasamos encompinchados y tantas las vivencias juntos que las historias fluían una detrás de otra. Bettina y Rosana no paraban de reír con nuestras locuras.

—¿Te acuerdas la vez que nos detuvieron los policías y nos dejaron toda la noche presos en la prefectura?

A Roberto le brillaban los ojos mientras me hacía la pregunta. Bettina volteó a mirarme interrogativamente y yo a la vez debo haber puesto cara de acertijo porque Roberto se apresuró a agregar:

—¡No puede ser que no te acuerdes! Si tuvieron que ir nuestros padres a la prefectura porque aún eramos menores de edad. Tal vez eso fue lo que nos salvó de que no nos dejaran detenidos, porque aún no cumplíamos los dieciocho años.

—Esa historia nunca me la has contado, papi. Dijo Betina con tono pícaro y un dejo de censura.

—Creo que Roberto está confundido de amigo, yo no recuerdo eso. De hecho, no recuerdo que me hayan detenido nunca…

—¡No puede ser que no te acuerdes! Varias veces estuvimos a punto de que nos agarrara la policía por andar de tirapiedras en el liceo y más tarde en la Universidad…

—¿Tirapiedras, yo? —Dije cada vez más asombrado—. En mi vida he salido yo a manifestar…

—Me estás vacilando —dijo Roberto—, me estás mamando gallo.

Ante mi mirada de extrañeza, Roberto insistió:

—Coño, José Alfredo, si vivíamos en una sola protesta, peleando por los Derechos Humanos y queriendo liberar al mundo de las injusticias y la represión…

—Te prometo que estás confundiendo o mezclando historias o amigos. Yo no salí nunca a protestar ni a tirar piedras. Sí me acuerdo que tú vivías hablando de la justicia y la libertad, pero yo jamás salí a protestar contigo, y mucho menos me detuvieron por eso.

Roberto empezó a verme con algo de rencor en la mirada, estaba descolocado, insistía en la historia de la detención. Decía que habíamos lanzado unas molotov a la estación de policía, que nos habían perseguido y que yo había tropezado con una piedra, había caído y me había clavado unos vidrios rotos en la rodilla.

—Empezaste a llorar tirado en el pavimento. Cuando volteé, te vi desesperado y el pozo de sangre sobre el asfalto y el pantalón manchado y roto con algunos vidrios aún incrustados. La policía ya estaba cerca y yo me regresé para intentar de que te levantaras y siguiéramos corriendo, pero tú no parabas de llorar y entonces la policía nos alcanzó y nos detuvo. Esa noche no paraste de llorar, hasta que, al día siguiente, nuestros padres nos buscaron y nos sacaron de la prefectura…

—Quién sabe con quién te pasó eso, Roberto, te prometo que no fue conmigo…

—¡Coño, con quién más iba a ser si sólo salía contigo en esa época! —Roberto estaba realmente cabreado—. Si todo el mundo hasta llegó a pensar que éramos maricones porque siempre nos veían juntos y cuando no te quedabas tú en mi casa, me quedaba yo en la tuya…

—Bueno, sí. Todo eso es verdad, pero lo de las protestas y la detención no fue conmigo…

Rosana intervino para cambiar el tema y bajar los ánimos.

—Bettina, me tienes que dar la receta del cheese cake. Estaba realmente delicioso.

—Claro, ahora te la anoto para que te la lleves. Y les pongo en un tupper unos trozos para que lleven para el desayuno con un buen marrón. Es muy fácil de preparar.

Roberto no volvió a hablar en lo que quedó de velada. Bettina y Rosana se encargaron de llevar la conversación por los caminos habituales de lo doméstico. Yo no podía creer que Roberto se hubiera inventado semejante historia, pero preferí no insistir en el tema. Nos terminamos la segunda botella de vino escuchando a las mujeres hablar de las cachifas y de ropa y zapatos, hasta que Rosana dijo que ya era tarde y debían irse.

A la mañana siguiente, mientras estaba sentado en la poceta leyendo El príncipe de Maquiavelo por enésima vez, entró Bettina emocionada con el periódico en la mano:

—¡Papi, papi! Mira lo que salió hoy en el periódico.

Tomé el ejemplar de El Nacional que me ofrecía y vi la foto de unos estudiantes encapuchados tirados en la calle con las manos amarradas a la espalda y unos policías que seguían dándoles patadas.

—Bien merecido se lo deben haber tenido —dije sin comprender porqué Bettina estaba tan emocionada con la noticia—. Rezando no estarían si estaban encapuchados y los agarró la ley.

—¡No es eso, papi! Mira lo que dice mas abajo. ¡El presidente anunció que te nombró Ministro de Interior! Ahora la ley vas a ser tú.

Alcé el periódico para leer bien el pequeño recuadro debajo de la foto principal:

José Alberto Escalante, nuevo ministro del Interior

Ante la ola de protestas estudiantiles que se ha desatado contra el régimen…

—Papi —dijo Bettina mirándome la rodilla—, yo no puedo creer que no recuerdes cómo te hiciste esas cicatrices tan feas que tienes en la pierna.

—Te he dicho mil veces que no me acuerdo. Supongo que alguna caída cuando estaba muy pequeño. Vainas de muchacho. Dame un beso y más respeto que ahora estás hablando con el ministro. Prepárame un traje que tengo que arreglarme para ir a Miraflores a hablar con el presidente.

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